Cosas varias que encuentro por ahí...
martes, 9 de agosto de 2011
Los cuatro ríos, Fred Vargas, ilustrado por Edmond Baudoin
Novela de Fred Vargas, ilustrada por Edmond Baudoin. Mucho texto, lo que la aleja de la novel gráfica, y la hace más bien una novela ilustrada. El dibujo da una falsa impresión de sencillez, fuertemente oscuro, casi tenebroso, lo que ayuda a entender la atmósfera tenebrosa de un París donde se suceden crímenes sin sentido, hasta que un atraco callejero rutinario termina llevando al verdadero culpable.
Naming infinity, Loren Graham y Jean-Michel Kantor.
La historia de los grupos matemáticos que exploraron las ideas de Cantor una vez que éste desapareció. Los franceses (Lebesgue, Borel, Baire) mucho más pragmáticos, mientras que los rusos (Egorov, Luzin, Florensky) mucho más influenciados por el misticismo. Una corriente religiosa rusa de la época atribuía extraordinaria importancia al nombre de Dios; al tratar con la teoría de conjuntos postcantoriana surge un problema parecido: ¿existe un conjunto sólo porque lo podamos nombrar? Interesante, pero a toro pasado, salieron mucho mejor parados los franceses...
As I crossed a bridge of dreams, anonymous.
El diario de la dama de la corte heiana Sarashina Nikki. Describe su vida en la corte, su matrimonio, algunas esperanzas de mejorar su vida presente y futura y sus viajes. Lo mejor son los pequeños poemas que intercala aquí y allá, con un gusto bastante refinado.
Como me ocurre cada vez que leo la autobiografía de alguien que lleva mucho tiempo muerto, terminé de leerlo con una sensación agridulce. En este caso fue aún más acusada, ya que la autora nació hace más de 1000 años.
Como me ocurre cada vez que leo la autobiografía de alguien que lleva mucho tiempo muerto, terminé de leerlo con una sensación agridulce. En este caso fue aún más acusada, ya que la autora nació hace más de 1000 años.
El ajedrez es mi vida... y algo más, Viktor Korchnoi.
Alguien debería haberle explicado a Korchnoi que las autobiografías son para quedar bien. Esto se consigue siendo gracioso y elegante con el adversario, mostrando autocrítica e intentando no aparecer como un obstinado cabezota que odia a absolutamente todo el mundo. Korchnoi no obedece ninguna de estas reglas, y el lector se queda con la impresión de que los buenos son los otros, mientras que Korchnoi es un cascarrabias egoísta que es incapaz de ver más allá de sus narices. Eso sí, juega de maravilla.
Instrucciones para vivir en Mexico, Jorge Ibargüengoitia.
Mejor que lo diga él:
Malos Hábitos
Levantarse temprano
Levantarse temprano
El viernes pasado encontré en Revista de Revistas un artículo escrito por mi buen amigo Loubet que es una especie de oda a los que se levantan temprano. Además de bien escrito está bien ilustrado. Allí aparecen los panaderos, los lecheros, los barrenderos, los que van a hacer ejercicio en Chapultepec, los niños que piden aventón para llegar a clase de siete, etcétera.
Esta lectura, unida a la circunstancia de que hoy tuve que levantarme a las cinco de la mañana, me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de que francamente, levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota.
Ahora comprendo que los últimos veinte anos los he pasado en un mundo dado a la molicie.
—Paso por ti cuando reviente el alba. Es decir, a las nueve y media de la mañana —dicen mis amigos.
Pues sí, un mundo dado a la molicie del que no pienso salir.
Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al espejo a bostezar y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales, o bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja -que es una mezcla que produce cáncer en el intestino delgado- pasa la mañana sintiéndose infeliz, trabajando un poquito y quitándose las lagañas; se va de bruces en el camión de regreso, a las seis de la tarde.
Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.
Los que madrugan por gusto son peores.
—Yo siento que la cama materialmente me avienta a las cinco de la mañana.
—Mal veo despuntar el sol, brinco de la cama, abro la ventana y pregunto “¿solecito, solecito, qué quieres de mí hoy?”
—Cuando me estoy rasurando oigo el canto del primer jilguero, después, un regaderazo con agua helada, me seco con una toalla especial de ixtle para que me abra el poro, y por último mi té de boldo. Quedo como nuevo.
Esta clase de gente tiene la costumbre de salir a la calle de noche y caminar con paso vivaz por el centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen que hay gente agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan cuenta de que los asaltantes están dormidos a esa hora— dejan a su paso una estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el ambiente hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la Adoración Nocturna, a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado, o, peor todavía, a despertar al velador del edificio para que les abra el despacho.
Son por lo general, gente de dinero y creen que la fortuna que tienen se las concedió Dios nomás por el gusto que le da verlos levantarse temprano. Aconsejan esta práctica saludable a todo el que encuentran -en realidad no tienen otro tema de conversación, inventarían refranes si pudieran, como no pueden, repiten el consabido de “al que madruga, Dios le ayuda”, que es una afirmación que carece de fundamento histórico.
Esta clase de personajes también tiene la tendencia a obligar niños a que les piquen la panza con el dedo.
—Mira niño, es como de fierro. Aprende: estoy así porque me levanto temprano. Tengo sesenta años y mírame.
Llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple.
Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los fusilamientos de lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen son los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora de la que nada bueno puede esperarse. (18-vii-72)
Esta lectura, unida a la circunstancia de que hoy tuve que levantarme a las cinco de la mañana, me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de que francamente, levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota.
Ahora comprendo que los últimos veinte anos los he pasado en un mundo dado a la molicie.
—Paso por ti cuando reviente el alba. Es decir, a las nueve y media de la mañana —dicen mis amigos.
Pues sí, un mundo dado a la molicie del que no pienso salir.
Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al espejo a bostezar y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales, o bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja -que es una mezcla que produce cáncer en el intestino delgado- pasa la mañana sintiéndose infeliz, trabajando un poquito y quitándose las lagañas; se va de bruces en el camión de regreso, a las seis de la tarde.
Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.
Los que madrugan por gusto son peores.
—Yo siento que la cama materialmente me avienta a las cinco de la mañana.
—Mal veo despuntar el sol, brinco de la cama, abro la ventana y pregunto “¿solecito, solecito, qué quieres de mí hoy?”
—Cuando me estoy rasurando oigo el canto del primer jilguero, después, un regaderazo con agua helada, me seco con una toalla especial de ixtle para que me abra el poro, y por último mi té de boldo. Quedo como nuevo.
Esta clase de gente tiene la costumbre de salir a la calle de noche y caminar con paso vivaz por el centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen que hay gente agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan cuenta de que los asaltantes están dormidos a esa hora— dejan a su paso una estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el ambiente hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la Adoración Nocturna, a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado, o, peor todavía, a despertar al velador del edificio para que les abra el despacho.
Son por lo general, gente de dinero y creen que la fortuna que tienen se las concedió Dios nomás por el gusto que le da verlos levantarse temprano. Aconsejan esta práctica saludable a todo el que encuentran -en realidad no tienen otro tema de conversación, inventarían refranes si pudieran, como no pueden, repiten el consabido de “al que madruga, Dios le ayuda”, que es una afirmación que carece de fundamento histórico.
Esta clase de personajes también tiene la tendencia a obligar niños a que les piquen la panza con el dedo.
—Mira niño, es como de fierro. Aprende: estoy así porque me levanto temprano. Tengo sesenta años y mírame.
Llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple.
Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los fusilamientos de lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen son los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora de la que nada bueno puede esperarse. (18-vii-72)
La ignorancia, Milan Kundera.
No está mal, pero no deja ser la misma novela que Kundera lleva escribiendo desde los años noventa. En esta ocasión la novela trata sobre la pérdida de la patria y el lugar de cada uno en el mundo. Desconozco si hay algo más, o si la forma en que las historias van concluyendo responden a una intención del autor diferente de la de entregar el manuscrito al editor de la forma más veloz posible. En fin, para pasar el rato con una cierta ínfula intelectual.
Pride and prejudice, Jane Austen.
Siempre había mirado con sospecha a este libro, considerándolo poco más que una novela romántica. Hace años la compré en una librería de viejo y dejé la lectura después de veinte hojas, dado que enconrtaba difícil el inglés de Austen y poco interesante la historia. Que equivocado estaba. Cuando finalmente le dediqué tiempo, esta novela me arrebató y me hizo leer como leía de joven, sin querer interrumpir la lectura, e inquieto por saber que ocurría después. Gran parte de este mérito es debido a los personajes; aunque vemos el mundo a través de los ojos de Elizabeth Bennet, Mr. Darcy termina siendo el personaje más fascinante de la novela. E igual ahí está el secreto de la novela: ésta no es más que el proceso de enamoramiento de Elizabeth, pero escalado de forma tan suave que sin darse cuenta, el lector termina recorriendo el mismo camino de la protagonista. Una novela maravillosa y que todo el mundo debe leer.
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